No tiene nombre
Casi toda la semana me tocó estar fuera de Lima, por motivos estrictamente laborales. Si bien el resultado del viaje fue absolutamente exitoso, concretándose una gran venta que venía persiguiendo el departamento desde hace un par de meses, cuesta siempre estar lejos de Alena y de André. Desconozco la razón, y de hecho, me lo hizo notar el Jefe del Departamento con quien viajé, pero extrañé más de la cuenta a mi familia… me hicieron mucha falta. Un je ne sais quoi, muy de adentro, me exigía volver pronto. Y bueno, ni bien me bajé del avión, corrí a casa. Para mi gran sorpresa, encontré a Alena recostada en la cama, a oscuras, pálida, con malestares y escalofríos. No había llamado al médico del seguro porque pensaba que no era grave. Y gracias a Dios, no lo fue. Me bastó verle a los ojos para saber qué era. Corrí al chifa de la esquina y le compré una sopa con pollo, fideos, col china y wantanes de cerdo. Ya en la cocina, fui por una bandeja y le serví su cena en la cama. Al rato, quiso postre, té caliente, mimos… y en menos de media hora, volvía a estar como nueva, es decir, radiante. Por el lado de André, Rosa –su nana- ya lo había bañado y puesto su pijama, dejándolo listo para dormir. Como dicen los Aerosmith en I don’t wanna miss a thing, podría quedarme despierto toda la noche escuchando su respiración. Con que estemos juntos, para que todo marche dentro de lo normal. Lo que quiero decir, es que estamos tan ocupados en nuestras vidas, tan celosos de nuestra felicidad, tan enfocados en superar los objetivos que exige el trabajo, tan preocupados en pagar las cuentas, que nos olvidamos que allá afuera hay un mundo al que también pertenecemos, en donde muchas cosas pueden pasar, no siempre buenas, las más de las veces. Justo el lunes 9 de julio, falleció el hijo de un entrañable amigo de barrio, Alberto Rey de Castro. Es más, me cuenta Abel (que habló con Alberto antier viernes, por mera casualidad), que enterraron al difunto Giordano, de seis meses de edad, el miércoles 11. ¡Cómo es la vida! Justo el domingo de la semana pasada, había hablado con Alberto para darle fuerzas y comentarle que estábamos rezando para que sucediera un milagro. Giordano tenía varios días en cuidados intensivos por una arritmia cardiaca y un problema pulmonar que debía operarse pronto, pero que, por un virus que había atacado a su hígado, era imposible intervenir. Nunca imaginé que la muerte le llegaría tan pronto… sólo seis meses… con toda una vida por delante. No hay palabras. Tampoco nombres. Y es que, cuando muere el cónyuge, a uno le dicen viudo. Cuando muere alguno de los padres, a uno le dicen huérfano. Pero cuando muere un hijo…no tiene nombre. No puedo imaginar su dolor... tampoco quiero… no podría soportarlo. Él cree mucho en Dios, pero no creo que hoy encuentre respuesta alguna que lo satisfaga. No por ahora. Es un dolor anterior a nosotros, absolutamente antinatura, inexplicable. Con tanta razón, David Hume, en The Treatise of Human Nature, afirmó que «la relación de parentesco establece en el caso del amor de los padres por sus hijos el vínculo más fuerte de que la mente es capaz, y produce la misma afección en menor grado cuando la relación es más débil». Por ellos, somos capaces de todo, incluso, renunciar al mayor de los amores. Porque ellos son también nuestras entrañas, como dijera Miguel de Cervantes.
Hay un pasaje de la vida del escritor Javier Marías Franco, sobre la muerte de su hermano, que relató tan humanamente, a través de las cartas de sus padres, en un artículo titulado Cosas que nunca cambian, que me gustaría compartir con ustedes: «Eran otros tiempos, en los que a algunos le avergonzaba carecer de entereza y mostrarse histérica por cualquier cosa. Más o menos como ahora, ante la nueva gripe. “Cada día que pasa”, dice por su parte mi padre, “es más honda y total la pena, mayor el afán de tenerlo, la necesidad física de su cuerpo querido, la imposibilidad de seguir viviendo sin verlo y oírle la voz y la risa, y sentir su cariño y encontrarlo al llegar a casa, y llevarlo por la calle señalándole las cosas y viéndolo todo como por primera vez, pensando lo que diría al ver cada cosa”. Y dice mi madre: “Es verdad que no le he desperdiciado nada de lo que ha vivido, pero también es verdad que ahora ya no sé vivir sin él […] Y no puedo más de nostalgia de su voz, del movimiento de sus manos, de la expresión de sus ojos, del contacto de su piel y de su pelito suave…” Ahora yacen los tres en la misma tumba. Desde la “Ilíada” sabemos que un padre o una madre no deberían enterrar nunca a un hijo. También que los demás, los que venimos luego, no podemos sustituir al que ha muerto, no hay sustitución posible». Si es que hay un Dios, y ojalá que lo haya, le pido que tenga tu alma con bien, querido Giordano, porque puro e inmaculado te has ido. Y para sus padres, el pronto consuelo… porque nunca llegará el olvido.